En aquel tiempo, proclamaba Juan: "Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él los bautizará con Espíritu Santo". Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: "Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto". (Mc 1, 7-10)
Puesto por Marcos al inicio de su evangelio, el bautismo de Jesús sirve de ángulo de mira para entender quién es Jesús. En el Jordán, aparece Jesús como el Mesías, el Cristo, ungido por el Espíritu, Hijo amado de Dios, en quien Él se complace.
Se le considera un texto vocacional porque manifiesta lo esencial de la misión mesiánica a la que es enviado por su Padre. Pero no se trata de un mesías conforme a las expectativas humanas, sino de un mesías que, siendo de condición divina, no se pone sobre el ser humano a quien viene a salvar sino con él, en coherencia perfecta con su ser Emmanuel, Dios con nosotros. Mírenlo mezclándose con esos judíos que han venido a confesar sus pecados, a ser bautizados y a recibir el perdón. ¿Por qué Jesús haría eso? ¿Por qué identificarse con los pecadores? ¿Necesitaba Él el bautismo de Juan? Aquí ya hay una manifestación de quién es Jesús, y qué ha venido a hacer. El mismo Juan lo insinúa. Más aún, alineado entre los pecadores, como uno más entre ellos, actualiza en su persona lo que había predicho el profeta Isaías: “Fue contado entre los malhechores” (Is 53,2). Pablo, con palabras estremecedoras dirá: No conoció pecado”, pero “Dios lo hizo pecado por nosotros”, como afirma Pablo con palabras estremecedoras: Al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en él (2 Cor 5,21). En Jesús, Dios se ha acercado a lo más profundo de nosotros, hasta tocarnos en nuestro ser pecadores.
Fue bautizado. Bautismo significa inmersión. Hundirse en el agua era símbolo del morir. Se anticipa así que el Mesías habrá de morir, tendrá que sumergirse en la muerte para salir de ella triunfante e iniciar una vida nueva para Él y nosotros. El bautismo de Jesús lo sumerge en la vida del pueblo. Se incorporó a la fila de los que esperaban el bautismo de Juan, deseando compartir las alegrías y penas de su pueblo. En la profundidad del agua, pudo entrar en lo profundo de su propia humanidad y en las profundidades de su pueblo. Podemos decir que Jesús entró a esa parte de nosotros que ríe y canta, baila y llora, se compasiona por los dolientes y desea lo mejor para sí mismo y los demás. Nada humano es extraño para Él, desde que fué bautizado en la vida de su pueblo y en la del Dios de sus antepasados.
Dice Marcos a continuación que en cuanto salió (Jesús) del agua vio abrirse los cielos. La expresión significa que, por Cristo, se abre para todos el acceso a Dios, se supera la distancia, se cae el muro que impedía la comunicación. Para Israel la comunicación de Dios a los hombres había terminado con la revelación de los profetas. Ya no se podía esperar que Dios hablase. Por su parte, para el mundo del paganismo la historia de la humanidad estaba encerrada en el horizonte sin salida del destino y la fatalidad. La realización del ser humano se proyecta hasta su participación en la vida divina.
Y se vio al Espíritu que bajaba sobre él como paloma. No es difícil advertir la relación que hay entre el descenso del Espíritu sobre María para realizar la encarnación del Hijo de Dios, y el descenso del mismo Espíritu para consagrar a Jesús y conducirlo a la obra de su ministerio[1] (cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38). Por poseer en plenitud ese Espíritu, Jesús se comprenderá a sí mismo como el Hijo y se sentirá impulsado a realizar el proyecto de salvación: “El Espíritu del Seño está sobre mí... me ha enviado a traer la buena nueva...” (Lc 4, 18). El Concilio Vaticano II en su decreto sobre la Actividad Misionera de la Iglesia (AG, 4) hace esta interpretación: «Fue en Pentecostés cuando comenzaron los “hechos de los Apóstoles”, del mismo modo que Cristo fue concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María, y Cristo fue impulsado a la obra de su ministerio cuando el mismo Espíritu Santo descendió sobre él mientras oraba».
Se oyó entonces una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco. Esta voz recoge las palabras del Salmo 2,7, que se cantaba en la ceremonia de entronización del rey. Pero mientras al rey de Israel se le llamaba Hijo de Dios por adopción y en cuanto representante del pueblo escogido, aplicado a Jesús este título expresa su íntima y singular vinculación con Dios: Jesús es el hijo engendrado por Dios antes del tiempo, es la presencia de su palabra y de su obrar salvador, hasta el punto que no se entiende la persona de Jesús sino como Hijo de Dios.
Ahora bien, como, además, el término “hijo” escrito en griego significaba también “siervo”, hay aquí una alusión al Siervo sufriente prefigurado en la profecía de Isaías (42,1), y que Marcos (y los otros sinópticos) parece tener en cuenta. Jesús es proclamado por la voz celestial como el enviado último y definitivo de Dios.
Jesús asume esa conciencia de su propio ser y acepta su misión precisamente como el paso por un bautismo: ¿Pueden beber el cáliz que voy a beber y ser bautizados en el bautismo que voy a pasar? (Mc 10,38). En el Jordán queda estructurado el camino de Jesús y del cristiano, camino contrario al que el mundo ofrece, camino del Hijo-Siervo de Dios que conduce a la exaltación.
Digamos, en fin, que el relato del bautismo de Jesús remite al significado del bautismo en la Iglesia, con el que nos unimos a Cristo. También nosotros fuimos bautizados. Dios entró en lo más íntimo de nuestro ser y puso en él su propio ser divino. Esta es nuestra verdad: que ya desde los primeros días de nuestra vida, Dios se comprometió con nosotros, y de manera pública e irreversible. Tú eres mi hijo, dijo también de cada uno de nosotros. Y a partir de entonces habita en la profundidad de nuestro ser, haciéndonos capaces de decirle con infinita confianza: Abba, Padre querido.
Confirmemos nuestro bautismo, demos testimonio de él con lo que hacemos y vivimos. ¡Podemos vivir como bautizados! Afirmemos públicamente que por nuestro bautismo pertenecemos a Dios, estamos ungidos y configurados con Cristo –alter Christus-, para continuar su obra: hacer el bien, liberar, practicar la justicia.
Al principio del cristianismo se creía que con estar bautizados con agua ya se era seguidor del Maestro, pero eso sólo no es suficiente. Para seguir al Maestro necesitamos acoger a su Espíritu, aparte de estar bautizados con agua.
En los momentos de crisis parece que todos nos acordamos de Dios, nuestra fe aumenta y tratamos de vivir más fielmente su Palabra.
En la actualidad convivimos diferentes culturas, y aunque algunas quieren imponer su fe a la fuerza, los cristianos debemos ser fieles al Espíritu de Dios, trabajar por la unidad, empatizar con los otros y que entre todos consigamos un mundo más unido y feliz.
Nos quejamos de que muchas de nuestras iglesias están vacías, que la increencia cada vez es mayor, pero no nos paramos a escuchar… no nos estará Dios pidiendo que estemos atentos a nuevas formas de encuentro acorde con los tiempos actuales.
El Espíritu de Dios siempre está presente, Cristo vive, pero debemos dejarnos seducir por Él, impregnarnos de su amor para poder hacerlo extensible en el entorno donde cada uno nos movemos.
La Iglesia no es para unos cuantos, es para todos. Todos tenemos cabida en ella, por ello. El rostro de la Iglesia debe reflejar en todo momento el amor, la justicia, la paz y vivir como Cristo nos enseña.
Ha llegado el momento de que el Evangelio resuene allí donde quiera que estemos para que el mensaje de Jesús sea conocido por todos y acogido con amor. A nosotros nos toca ser el eco que lleve el mensaje, como lo llevó, Juan Bautista. Como lo llevó Jesús.
Cristo los ama y yo también
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