SER SAL Y LUZ EN EL MUNDO HOY


"Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve insípida, ¿Cómo podrá ser salada de nuevo? Ya no sirve para nada, por lo que se tira afuera y es pisoteada por la gente.

Ustedes son la luz del mundo: ¿Cómo se puede esconder una ciudad asentada sobre un monte? Nadie enciende una lámpara para taparla con un cajón; la ponen más bien sobre un candelero, y alumbra a todos los que están en la casa. Hagan, pues, que brille su luz ante los hombres; que vean estas buenas obras, y por ello den gloria al Padre de ustedes que está en los Cielos".( Mateo 5, 13-16)

Palabra del Señor.

Después de proclamar a sus oyentes las bienaventuranzas, el Señor nos dice que somos la luz del mundo y la sal de la tierra. Nos habla la inutilidad de la sal que pierde el sabor, y la inutilidad de la luz que no difunde sus rayos. En nuestro mundo donde se valoran mucho la riqueza, el poder y el control, Jesús señala pequeñas cosas para enseñar valores más profundos. La comida preservada en sal, añade sabor al alimento si está preparado por un hábil cocinero/a. Pero su trabajo está escondido. Como sal de la tierra, podemos ser efectivos/as en llevar más sabor a la vida de los demás. La luz no cambia una habitación: nos permite ver lo que hay en ella. Nos ayuda a apreciar lo que es bueno y hermoso, tal como facilita evitar escollos. Somos hijos de la luz; nuestras vidas están iluminadas por Jesús, la luz del mundo (Juan 8,12). Esta luz nos ayuda a ver la esperanza oculta de la gloria que está en nosotros. Así nos podemos regocijar, incluso en la oscuridad del mundo.

Es claro que el cristiano tiene una misión hacia los demás, y esa misión el Señor la expresa con esta metáfora de la sal y de la lámpara. Y esa misión tiene como destinatario el mundo que está a nuestro alrededor. Por eso es necesario darnos cuenta de la falta de sabor y de la oscuridad de nuestro mundo, para saber cuál debe ser nuestra acción, nuestro esfuerzo, para dar al mundo lo que necesita en el momento actual. La sal no existe para sí, sino para dar sabor a la comida. La luz no existe para sí, sino para iluminar el camino. La comunidad no existe para sí, sino para servir al pueblo. 

En la época en que Mateo escribió su evangelio, esta misión estaba siendo difícil para las comunidades de los judíos convertidos. A pesar de vivir en la observancia fiel de la ley de Moisés, estaban siendo expulsadas de la sinagogas, cortadas de su pasado judío. De cara a esto, entre los paganos convertidos algunos decían: “Con la venida de Jesús, la ley de Moisés está superada”. Todo esto causaba tensiones e incertezas. La apertura de unos parecía criticar la observancia de otros, y viceversa. Este conflicto generó una crisis que llevó a cada cual a encerrarse en su propia posición. Algunos querían avanzar, otros querían poner la lámpara bajo la mesa. Muchos se preguntaban: "Al final, ¿Cuál es nuestra misión?" Recordando y actualizando las palabras de Jesús, el Evangelio de Mateo trata de ayudarnos a encontrar una respuesta.

En el momento actual el mundo ha perdido la referencia a Dios. Dios está ausente del mundo. Es verdad que quedan prácticas religiosas, que hay hombres de verdad religiosos; pero la cultura de nuestro mundo es una cultura secular, laicista y relajada ética y moralmente: Dios no es la presencia continua, ni es la referencia de los asuntos fundamentales. Parece que los países que piensan que han avanzado más en la modernización, destierran la presencia de todo lo religioso, porque esto según ellos perjudica a la nación y es opio del pueblo. Un mundo que viviera como si Dios no existiera, parecería entonces un mundo con menos problemas, y más armónico.

En los asuntos fundamentales que hoy se debaten: la familia, la vida, el progreso y el desarrollo, la economía de mercado, las discusiones de género; en todos estos asuntos Dios no tiene voz ni voto. El comportamiento de los hombres y de las sociedades está regido por el consenso, por la suscripción de tratados mutuos, por la declaración de los Derechos Humanos. Los Diez Mandamientos en cuanto que son el programa de Dios sobre el hombre, no son tomados en consideración. La vida y la muerte, la familia y los nacimientos, la hermandad entre las naciones, no se rigen por lo sagrado, por esas normas que salen del Corazón de Dios y que llamamos los Mandamientos.

Y cuando los comportamientos están regidos simplemente por los razonamientos humanos, se pierden las nociones fundamentales sobre el mismo hombre. La justicia es una meta por la que se suspira siempre, pero por la que nadie hace nada en serio; se promete mucho entre los países desarrollados ayudar a los pobres, pero en realidad se escatiman los recursos, eso cuando no se disfrazan los negocios internacionales, como ayuda a la reconstrucción. Cuando se tienen esas miras simplemente “humanas y razonables” y no se tiene en cuenta el carácter sagrado del mundo, se dedican muchos más recursos a la guerra y a las armas, que a la paz y a la ayuda de las emergencias.

Se piensa que una sociedad se ha modernizado, cuando se ha quitado alma al matrimonio (y simplemente se convierte en un hecho banal); cuando se intenta llamar matrimonio a cualquier tipo de relación entre cualquier tipo de personas. Se piensa que una sociedad se ha modernizado cuando se liberalizan las normas que rigen la vida y la muerte. Porque el hombre se considera dueño absoluto de la vida, del matrimonio, de la muerte, y no cae en la cuenta de que es un ser que todo lo ha recibido, y que hay un Dios que ha establecido un orden que es el que de verdad ayuda al hombre a vivir con dignidad. Cuando se quita el carácter sagrado del comportamiento humano, ya todo es posible, el asunto queda reducido entonces a encontrar razones para hacer lo que uno tiene en mente hacer.

Éste un efecto grave de la secularización: el quitar al comportamiento humano el carácter sagrado que tiene; y por más que cerremos los ojos, se actúa (se quiera o no) siempre frente a Dios. Y Dios tiene que ser un interlocutor insustituible en todas las cosas fundamentales de nuestro mundo y de nuestra cultura.

Y volviendo a la enseñanza del evangelio, en esas cosas tenemos que ser hoy día sal de la tierra y luz del mundo: testimoniando claramente que un mundo tejido en su cultura y en sus comportamientos sólo con tratados, convenciones, estadísticas y proclamas internacionales, es un mundo profundamente equivocado y destinado a perjudicar al hombre y su dignidad, por más que se piense que eso es el futuro, que eso es lo moderno. Llamar a eso progreso es un verdadero engaño, es un camino al fracaso.

Con todos estos peligros, ¿Cómo podemos ser sal y luz en el trabajo? Jesús dijo que nuestra luz no necesariamente está en el testimonio de nuestras palabras, sino en el testimonio de nuestros actos —nuestras “buenas obras”. “Así brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas acciones y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Las bienaventuranzas han explicado algunas de esas buenas obras. En la humildad y sumisión a Dios, trabajamos por las relaciones correctas, por acciones misericordiosas y paz. Cuando vivimos como personas de bendición, somos sal y luz —en el lugar de trabajo, en nuestro hogar y nuestra nación. Seamos luz del mundo y sal de la tierra: hay que proclamar la necesidad imperiosa de Dios y de que su voluntad, expresada en su Palabra, sea la que nos ayude a determinar los comportamientos individuales y sociales. Seremos sal de la tierra y luz del mundo, si proclamamos y hacemos patente la presencia de Dios. 

Oremos finalmente por nuestros hermanos y hermanas que padecen enfermedad y dolor, que su sufrimiento halle consuelo en la palabra de nuestro Dios.

 

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